jueves, 1 de septiembre de 2011

Vuevlo al sur

Me vuelves loca. Como nunca, como nadie. Me llenas, me destrozas. Dejo de ser yo. No hablo, no pienso. No hay más sonidos que mis gemidos y tus susurros. Tú, cuando pides que te lo diga al oído. Que te susurre que me des más, más duro, que me culees, que me partas. No puedo dejar de gritar, de decirte lo que quieras, de que me golpes las mejillas mientras me vengo una vez, dos, tres.

Dímelo, te ruego. Que me digas que soy tuya, mientras me jalas el cabello, mientras entras profundo.

En tu cama soy tuya. Porque sí, porque nunca he sentido lo que tú me haces sentir. Tú y tu acentito colombiano, tus brazos, tu cuerpo. El olor caliente que emanas; que me moja más.

Mi tierra hecha macho, eso eres. Todo sangre y furia y peligro. La forma en que mueves el cuerpo al caminar. Tu colonia, que se confunde con el mezclilloso olor de la maría.

Me hechizas. Te observo como quien observa a una serpiente sobre la grama, una Smith and wesson apoyada en la mesa del velador.

Tú y la forma en que miras el atardecer. La salsa colándose por las ventanas de tu auto. Tú, un ejército, un chico del sur.

martes, 16 de agosto de 2011

Adultez y otros vestidos

El viernes es la fiesta de graduación de Jorge y aún no tengo vestido.
El miércoles me daré las respectivas vueltas con Mavi, que me hace de combo niñera/madre/ buena amiga. Yo soy un culo de exigente para buscar ropa, por lo que generalmente voy sola.

La última vez que fui de compras acompañada salí al CCS con Jesús y no terminó bien. Insistía en que me compre un vestido corto, color rosa y floreado y yo insistía en patearle los tobillos. Le fastidia de sobre manera que me ponga solo colores oscuros. Y la verdad no tengo defensa para eso, casi toda mi ropa es negra, azul, gris o blanca. Parezco francesa.

En este caso estoy buscando un vestido negro coctel de preferencia con mangas y escote prominente así como zapatos negros de terciopelo, con punta redonda y taco de dominatrix.

Dado que lo conozco bien, estoy segura que terminaré en la mesa de singles, losers and gobshits mirando mi copa de champagne toda la noche mientras pretendo escuchar a uno de sus bizarros amigos hablar sin descanso sobre su nueva caba de vinos o su nuevo BM.

Lo gracioso supongo es que cuando nos conocimos, jamás habríamos soñado con que el otro hiciera, peor aún lo invitara, a un coctel de graduación.

Nos vimos por primera vez en la cafetería de la Benemérita Institución cuando el saludó con una de mis compañeras y nos fue presentado a todas.

Hasta el día de hoy me elude qué fue lo que le vi. Era alto, blanco, algo gruesito con cabello castaño y largo hasta los hombros. Usaba pulseritas de fibra de marihuana en la muñeca y los jeans rotos por las bastas cogidos con imperdibles. Se reflejó en mis lentes de quinceañera como ‘el hombre perfecto’.

En sí, a pesar de que hasta el día de hoy tiene un carácter de la grandísima miércoles, era brillante y gracioso. Aún ahora lo es, pero toma tiempo darse cuenta.

En definitiva, la primera vez que me enamoré. También la primera vez que me mandaron al rectorado, la primera vez que me peleé a gritos con alguien en el hall. La primera vez que me hicieron mierda el corazón también.

Tantos años después nos reímos acordándonos del colegio. O de los primeros años de universidad.

Yo ahora me rio un poco de que nuestras rebeldías ridículas que terminarían en esto, coctel de graduación, futura empresa de publicidad, apartamento en ciudadela cerrada. Ironías de la vida.

jueves, 11 de agosto de 2011

Pedro


Te casas el sábado. Tú. Te casas. Me lo he repetido seis veces y aún no lo logro comprender. Los gringos tienen una frase “round peg, square hole”. Quiere decir algo así como agujero cuadrado, tornillo redondo. Tú y yo. Cuadrado, redondo.

Bad timing, le dice Alicia. Nunca en el mismo lugar. Nunca solteros al mismo tiempo. Nunca juntos de la manera adecuada.

Tú me quisiste. Yo te quise. Creo. Ya no lo sé. No creo que he logrado entendernos del todo.

Yo estaba tomando un café y tú me leíste un poema de Pizarnik. Así empezó todo. Aunque ya nos conocíamos de antes. Nos habíamos visto en la universidad, quizá habíamos hablado. El caso es que tu me viste antes de lo que yo te vi, en mi fiesta de 20, cuando estaba vestida con un diminuto short negro y orejas rosadas de coneja.

Yo no te vi hasta el día del poema. Aún no sé cómo llegué a tu cama. Estaba triste, tal vez. Ya por aquel entonces había empezado a sentirme sola.

La ventana de tu habitación daba a la calle. A las cinco de la tarde se inundaba de sol y brisa helada. Supongo que era verano. Ahí permanecíamos, escondidos entre tus libros y tus películas. En silencio, con los cuerpos enlazados.

Me gustaba tu cabello largo. La forma en que fumabas, tu barba. Me gusta lo intelectual que eras; que eres.

A veces me preparabas café. Ponías en la hornilla una cafetera diminuta de latón y cuando estaba listo lo servías en unas tazas diminutas acompañadas de miel. Nunca conocí a nadie que ofreciera miel en vez de azúcar.

Me acompañabas a tomar taxi y de vez en cuando me cogías la mano. Te quería cuando hacias eso. Deseaba haber dejado en tu espejo dibujado un corazón. Lo que no podía precisar era si el corazón que dibujaría sería necesariamente el mío.

Dos idiotas, cerrados, cautelosos, inquietos. Dos idiotas que sabían que existía cariño, totalmente renuentes a darle un intento.

Mil veces, mil intentos. Siempre nos dejábamos y al cabo de unos meses regresábamos.

La última vez que regresábamos vivías solo. Tu apartamento daba al malecón, y la brisa entraba tronando la ventana de la cocina.

Esta vez nos sentamos y hablamos. Por primera vez estábamos solos al mismo tiempo. Por primera vez estábamos dispuestos a darle un intento. La semana siguiente ella te llamó a decirte que estaba embarazada.

Y aquí estamos ahora. Tú, yo recordándote. Comprendiendo que el sábado te casas y sin saber exactamente cómo explicar la sensación de incomprensible inconsecuencia que me inunda.

Hoy no quiero estar sola. Es la segunda vez en esta semana que un antiguo amor se casa. Yo aún estoy sola. Empiezo a creer que estaré sola para siempre. Empiezo a darme cuenta que estoy harta del sexo. Que quiero algo más, y no lo encuentro. Y que no quiero buscar.

Pero hoy no quiero estar sola porque siento que me atajas desde la distancia, tú y él. Hoy por una vez, no quiero escuchar mis propios reproches.

miércoles, 10 de agosto de 2011

¿Te acuerdas de aquel campo de frambuesas?

Teníamos once años aquel verano y pasábamos las tardes construyendo cohetes.

Era un proceso delicado. Teníamos que encontrar botellas plásticas vacías y cortarlas por la mitad con mucho cuidado.

Cuando daban las cuatro, su mamá nos llevaba galletas y agua de jengibre. A la mía a veces le ponía cerezas. Luego se sentaba en el zaguán a observarnos.

Nosotros cortábamos las aletas del cohete, pegábamos las botellas y ajustábamos bien las tapas. Se nos iba la tarde en silencio.

Cuando terminábamos, el reía, triunfal y corría a ver la infladora de llantas de bicicleta.

Casi siempre hacíamos cuatro cohetes. Dos él, dos yo. Los hacíamos despegar de uno en uno y reíamos cuando finalmente volaban. Los suyos siempre iban más alto que los míos.

Después caminábamos hata el muelle a ver la puesta de sol. Dos niños sentados a orillas del estero.

El quería ser biólogo marino. Sentados ahí, me contaba cosas sobre los tiburones o los delfines. Yo quería ser escritora. Debajo de mi cama había una caja rosada donde depositaba las cartas que le escribía y nunca le entregaba.

Cuando el sol estaba por desaparecer regresábamos a su casa a esperar a mi papá. Yo memorizaba la luz y la forma de los árboles.

Él jamás interrumpía mi silencio. Sabía de sobra que estaba enamorada de sus ojos celestes.

La última vez que nos vimos me dijo que me quería. Miró al piso y me lo dijo. Yo había estado esperándolo desde la primera vez que lo vi sentarse en el pupitre frente al mío en el aula de segundo grado.

Me eché a llorar. Nunca le di las cartas que estaban bajo mi cama. No sabía cómo decirle que lo había querido siempre.

Cuando nos volvimos a ver, éramos adultos. Habían pasado ya las épocas de los cohetes.